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25 de Junio, 2019

Palabras para incidentes en América Latina

Ricardo Zapata L.

Tiempo estimado de lectura, 7 minuto(s)

Me llamo Ricardo Zapata, soy de Colombia y durante la Escuela de Incidencia (EdI) trabajé con el Ministerio de Ambiente de mi país en un proyecto que buscaba que Colombia avanzara en la ratificación del Acuerdo de Escazú[1]. Si bien aún no llegamos hasta allá, sí hemos logrado que el tema de gobierno abierto ambiental contenido en el Acuerdo escale en el orden de prioridades de la agenda pública. Vivimos la coyuntura de cambio de Gobierno y con ello un cambio de enfoques, pero logramos empoderar a otros actores dentro y fuera del Sector Público para que continuaran trabajando en este propósito.

A pesar de esto, he visto con preocupación cómo lo que creíamos ya superado vuelve para opacar los avances hacia un Estado más garantista y moderno. Nuestros esfuerzos por la profundización de la democracia se ven ahogados por los gritos de odio político que cada vez suenan más fuerte. Hablar de datos abiertos pareciera no tener sentido cuando están matando a líderes sociales por defender los ríos. ¿Qué hacer, entonces?

Creo que como Región vivimos un escenario que nos exige trazar una nueva ruta. Es fundamental entender el activismo en el contexto latinoamericano y, sobre todo, repensarnos a nosotros mismos como activistas latinoamericanos. La nueva ruta tendrá necesariamente que conciliar las nuevas formas de activismo digital con la resistencia a la exclusión anacrónica que aún sufrimos. Es como si tuviéramos que jugar en varios siglos y épocas diferentes. El reto está sobre la mesa.

Un escenario complejo
El avance de nuestra frágil democracia latinoamericana es lento. Tal vez demasiado lento. A veces, incluso pareciera ir hacia atrás. Pero el hecho de que personas como nosotros reivindiquemos nuestro derecho a hacer ciudadanía quiere decir que las cosas no están perdidas. Aun así, en Colombia sufrimos el asesinato sistemático de personas que deciden ejercer su ciudadanía para reclamar por el despojo de tierras u oponerse a megaproyectos de ‘desarrollo’. Además, Latinoamérica es la región del mundo de mayor riesgo para los líderes ambientales. Es doloroso que en sociedades que se llaman democráticas, la violencia por motivos políticos sea aún tan extendida. En todo el continente vemos cómo la justicia es selectiva. Para los opositores, todo el peso de la ley. Mientras tanto, la corrupción de unos protegidos no para y está a la vista de todos. La desconfianza en el sistema es la consecuencia y podría ser el motivo para el surgimiento de mayores autoritarismos. Con ello, no sorprende que sea el odio quien hace campaña política.

Por otro lado, la crisis climática está por fuera de la agenda pública, pues pareciera ser un problema de los países del norte o algunas islas del Pacífico. Mientras tanto, la deforestación en la Amazonía y otros ecosistemas llega a tasas históricas. Tras de todo esto, un sistema económico que sigue el mismo libreto de hace décadas: crecer a cualquier precio. Sin embargo, hay algo nuevo. La transformación digital que vive el planeta nos toca, pero no automáticamente para bien. Los retos que nos trae incluyen la precarización del trabajo, la reducción de la capacidad de gobernabilidad democrática, la vulneración de derechos individuales como la privacidad, y la incapacidad para contener prácticas de monopolios informáticos. Es el mismo relato político de dominación y desigualdad que conocemos, pero esta vez somos nosotros quienes cedemos y lo pedimos. El riesgo que más nos concierne es la capacidad con que esta transformación digital puede replantear lo público. El nuevo escenario es cada vez más uno de consumidores o, en su versión más revolucionaria, ‘prosumidores’ que reciben alguna compensación por producción de datos. Ser ciudadano/a se torna cada vez más difícil.

¿Incidir o resistir?
Habiendo participado en la Escuela de Incidencia es válido preguntarnos sobre la posibilidad de incidencia ante semejante escenario. La incidencia es propia de un sistema democrático en el que el juego de influir la agenda pública o legislativa está abierto para cualquier ciudadano. Pero ¿qué pasa cuando esa puerta se cierra? ¿cómo reaccionamos ante sistemas que nos excluyen o nos amenazan por intentar participar? En Latinoamérica nos enfrentamos a esta situación dual en la que podemos ejercer una ciudadanía activa según las Constituciones, pero al intentarlo nos enfrentamos a barreras que van desde la desigualdad de capacidades, hasta la exclusión sistemática por parte de grupos ilegales o informales. Podemos pasar una mañana en el centro de la capital en una campaña para incidir en la aprobación de una Ley, y por la tarde, a sólo pocos kilómetros, trabajar en acciones de resistencia contra las ‘fronteras invisibles’ que imponen grupos armados ilegales en los barrios populares. Hacer ciudadanía activa en América Latina nos exige comprender que no estamos trabajando en democracias completas.

Resistir es la búsqueda de la dignidad en un contexto de exclusión. Foucault decía que desde el momento mismo en el que se da una relación de poder, existe una posibilidad de resistencia. Desde el corazón del Urabá colombiano, cerca del Tapón del Darién, entendieron que “la acción de resistencia parte de las comunidades que, siendo víctimas excluidas, asumen un papel protagónico con acciones alternativas de vida”[2]. Resistir siempre será posible, pero no necesariamente cambiará una situación de dominación. Ese cambio tiene que pasar por un nuevo balance de las relaciones de poder, y ello pasa por el fortalecimiento de la capacidad de incidencia ciudadana.

Sin embargo, el desbalance que nos encontramos en América Latina es que ser ciudadano activo es contar con más capacidad de resistencia que de incidencia. Es decir, mucho corazón y entrega, pero pocas capacidades para influenciar y moldear cambios de largo plazo. Aún así, algunos activistas llegan a tener una gran capacidad de incidencia, con acceso a redes y recursos, y valiéndose de habilidades y conocimientos bien desarrollados, en gran medida por proceder de contextos que les permiten la “improductividad” del activismo[3]. La mayoría de las personas que lo intentan se ven frustradas, se topan con la sutil exclusión de no tener renombre, o de no hablar ni escribir lo suficientemente bien para ser escuchadas. Los medios ayudan a crecer la imagen de unos pocos líderes, para visibilizarlos, dicen, pero eso ha reforzado más esa cultura de élite. Esa mediatización también nos pone en una crisis existencial: ¿estamos haciendo manifestaciones políticas o campañas de marketing social?

Creo que requerimos fundar una nueva ética ciudadana. Una ética que reconcilie a los ciudadanos resistentes con los incidentes. Que tienda puentes entre los que trabajan en las altas esferas del Gobierno con los que están en la actividad de calle. Que desverticalice y despersonalice el ser ciudadano activo. Que una al campo con la ciudad. Una ética fundada en la desobediencia como proceso personal de obediencia a nuestras convicciones, como acto de resistencia indelegable e inaplazable a la injusticia. Fundada en la resistencia como búsqueda permanente de la dignidad y en la incidencia como construcción colectiva de un mejor futuro.

Una agenda regional
Trabajar en este contexto será un reto personal y creativo. Creo que hay cuatro acciones necesarias por considerar. Primero, es necesario avanzar de forma creativa en mayor formación cívica, especialmente en la población más joven. La acción política no tiene por qué ser una profesión ni un privilegio, necesita ser accesible para todxs. Ello implicará luchar contra la despolitización, romper barreras de género y económicas, y desarrollar nuevos mecanismos de financiamiento de la acción ciudadana. Segundo, tenemos que hacer un frente común a favor de la vida. El asesinato por ningún motivo es aceptable y aún no somos capaces de superar su alta ocurrencia. Ello implicará más que la denuncia y resistencia a los violentos, conlleva el trabajo sobre condiciones estructurales que lo han venido ocasionando. Tercero, así como defendemos la vida humana, es necesario reforzar la defensa de nuestro entorno natural, único y vital para el planeta, consolidando el acceso a derechos y capacidades para profundizar la democracia ambiental. Y cuarto, defender la democracia como valor principal de manejo de lo público. El surgimiento de actores privados y tecnologías complejas con capacidad para incidir significativamente en la colectividad hace que hoy, más que nunca, necesitemos una ciudadanía que incida en nuevos terrenos digitales. Ello implica, entre otras cosas, trabajar en la apertura del Estado, la democratización de las nuevas tecnologías y la mejora en la gestión de nuevos comunes digitales.

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[1] Este Acuerdo busca ampliar los niveles de democracia en la toma de decisiones ambientales. Contiene una serie de disposiciones basadas en el Principio 10 de la Declaración de Río, además de medidas de protección para los líderes ambientales. Es un reconocimiento mucho más práctico del derecho que todos tenemos al acceso a la información, la participación y la justicia en asuntos ambientales (también conocidos como los derechos de acceso).
[2] Eduar Lanchero, “El Amanecer de las Resistencias”. Editorial Códice. 2002.
[3] Es decir, no trabajar mientras uno le dedica tiempo y formación a involucrarse en la política, a asistir a conferencias, hacer debates, a leer de filosofía y teoría política, a elaborar un discurso, en fin, cosas que no puede hacer alguien que está obligado a traer dinero para comer.

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